"Las cenizas del paraíso", por Alberto Barciela

Alberto Barciela reflexiona sobre los incendios, la pérdida de los bosques y la urgencia de actuar con responsabilidad.

21/08/2025

Reproducimos este artículo de Alberto Barciela, "Las cenizas del paraíso", una lúcida y emotiva reflexión ante la devastación de los incendios que asolan Galicia y otras tierras hermanas. Con un estilo lírico y comprometido, el autor denuncia la indolencia que permite esta tragedia y nos interpela a asumir la responsabilidad colectiva de proteger los bosques, patrimonio de vida y de futuro. Un texto que duele, conmueve y llama a la acción solidaria y consciente.

"Cenizas en el paraíso", artículo de Alberto Barciela.

Las cenizas del paraíso

Castelao hablaba de la Tierra Madre y Señora de Ramón Cabanillas, pero podría hacerlo con igual sensibilidad de las Castillas, de Extremadura, Asturias, el Levante, la misma Grecia o la hermana Portugal, que estos días lloran desconsoladas por los incendios.

El médico, caricaturista, escritor, emigrante exiliado, político, alma inspirada y sensible, escribía: “El árbol es el símbolo del señorío espiritual de Galicia, es la magia de los ojos... nos da la fruta, le pide el agua al cielo, nos da la sombra fresca en verano y la calentura garimosa en invierno, nos da las vigas, el sobrado y las puertas de la casa... En Nuestra Tierra se dan los mejores árboles. El día que sepámoslo que valle un árbol, aquel día no tendremos necesidad de emigrar”. En el original, suena aun más hermoso: “A árbore é o símbolo do señorío espiritual de Galicia, é o engado dos ollos... dáno-la froita, pídelle a auga ó ceo, dáno-la sombra fresca no verán e a quentura garimosa no inverno, dáno-las trabes, o sobrado e as portas da casa... Na Nosa Terra danse as mellores árbores. O día que saibámolo que vale unha árbore, aquel día non teremos necesidade de emigrar”. Hoy cuando las carballeiras, los soutos, los bosques arden con furia desgarrada uno piensa que, con certeza, estamos abandonando el paraíso.

Me he interpelado ya en otras ocasiones sobre el silencioso coloquio de los árboles, sobre sus secretas tertulias. En aquellos textos, lamentos ya urgentes ante los incendios, me preguntaba de qué hablarían los carballos y los olivos, los ginkgos y las caobas. Hoy, la respuesta a esa pregunta me duele. Los árboles, estoy seguro, ya no conversan, sino que gritan. El humo que nos asfixia, que tiñe los cielos de un ocre mortuorio, es la voz de su agonía. En la ceniza de sus ramas, en el eco de sus anillos milenarios desvanecidos en un instante, chillan mientras ven como se destruye su propia naturaleza, y con ella vidas y afanes. Reclaman consensos urgentes.

He escrito, y lo repito, que los árboles justifican nuestra existencia. Nos dan sombra, nos alimentan, nos ofrecen el papel en el que imprimimos sueños y palabras. Pero, sobre todo, nos dan aire. Y ahora, en su humo se escribe un mensaje milenario: hay que preservar el Edén, el Paraíso, sí, del que hablaban las escrituras en las que se basa nuestra cultura y del que se nutren los mitos de la vida, el que conforma un hábitat maravilloso, un punto azul único en el universo.

La destrucción que vemos no es un accidente, no es una fatalidad inevitable. Es la consecuencia directa de una serie de decisiones, de políticas que permiten la sobreexplotación, de una ceguera voluntaria ante la crisis climática que hemos provocado. La polución, la contaminación, la mala gestión del agua, todo ello converge en un escenario donde la chispa de un fuego se convierte en la llama de un desastre. No basta con lamentar, ni con cantar odas a la naturaleza. La hora del romanticismo ha pasado. Ahora es el momento de la acción, de la reflexión y de la prevención.

La memoria colectiva, al igual que los anillos de un árbol, debe registrar cada una de estas tragedias para aprender de los errores y no volver a cometerlos. Los brigadistas, esos héroes anónimos que se enfrentan al averno con sus propias manos, nos muestran el camino de la valentía. Las familias que lo han perdido todo nos exponen la urgencia de actuar unidos, sin fisuras. Y en el paisaje calcinado, tristemente, nos mostrará por mucho tiempo el precio de nuestra indolencia.

Queda alguna esperanza, y la evidencia de que hemos de proteger cada bosque con la consciencia de que no nos pertenece, sino que nosotros le pertenecemos a él y que es nuestra responsabilidad legarlos. Es nuestro deber, como sociedad y como individuos, asegurar que el fuego que honra a los héroes no sea el mismo que alimenta el averno que hemos creado, y sí la luz que alumbre un nuevo tiempo de diálogo inteligente y sincero. El filósofo chino Lao-Tsé, al que he citado en más de una ocasión, decía que “un árbol enorme crece de un tierno retoño”. A qué esperamos para hablar de lo serio con seriedad, solidaridad y entendimiento.

Alberto Barciela
Xornalista